"Ramón" – Polbo
La última vez que la veo, está muerta. Sus ojos aún ensangrentados opacan la huella de lo que hasta hace unos momentos fue su sonrisa. Dentro de poco, las hormigas comenzarán a devorar aquel rostro que antes me miraba fijamente. El hilo negro que perfora sus labios resecos no deja entrar en su boca la luz del balcón. Un mosquito descansa en su pecho levemente cálido, donde una vez palpitó un corazón. Las nubes combaten con la luz de la luna; mi cabeza emana calor. Una taza manchada por el olvido se estrella en el piso del apartamento y de ella, una mancha de té se propaga como luz oscura sobre el mármol. Un gato negro mordisquea indiferente las hojas de un trébol. Las paredes escupen espuma. Una sombra que piensa como yo afila una navaja de afeitar en mi balcón ahora sin viento y vacío, pues ella ya no estará más para opacar mi soledad. Súbitamente, el filo lento y duro de una cuchilla escarba mis ojos y las dos masas viscosas y sangrientas saltan violentamente al piso.
En ese preciso instante me despierto estremecido, con mi ojo izquierdo extrañamente aguado, y tengo la confusa sensación de que, en la transición a la vigilia, aún sangra como en mi sueño. Estoy empapado en sudor, con las venas de la frente hinchadas, los pulmones exhaustos y mi corazón batiendo. Mi ojo lagrima; es la primera vez. Me duele el solo pensar que ella tendrá que morir alguna vez y jamás podré aceptar que me hará mucha falta. Sin embargo, me fuerzo a pensar que mi ojo llora porque la lluvia de los últimos días espanta a las mariposas y eso me entristece.
Mientras me afeito la barba de tres días, la lluvia monótona moja los cristales y pienso en ella con la nostalgia de un desterrado. Ansioso, mientras telefoneo con los pensamientos tan temblorosos como mi voz, me voy fijando en el sonido distintivo de cada tecla del teléfono y me pierdo en ellos como en una melodía extraviada. Su voz tenue y entrecortada se resiste levemente a ir a la casa de té de siempre para seguir nuestra tradición de los días lluviosos de antes, en que disfrutábamos probando variedades diferentes de té. Ella sabe leer en mis silencios que la invitación no es un capricho, sino que realmente necesito verla. Sin aviso, me cuenta que cuando despierta ve hormigas negras y huele a cadáver en su habitación. Yo quiero, sobre todas las cosas, asegurarme de que su sonrisa existe, de que es más que la huella que vi en mi sueño.
En la casa de té, se confunden las conversaciones de los trasnochados que buscan su té de la mañana, las tazas y las teteras que chocan unas con otras, y mis pensamientos temblorosos mientras la espero en el rincón más apartado. Me asalta la certidumbre de que no llegará, de que por fin se ha quedado dormida rodeada de sus libros, de que mi necesidad anhelante de verla para calmar la angustia que me dejó mi sueño ha caído en oídos sordos, peor aún, indiferentes. Pero no, en la puerta, una sombra baja su paraguas húmedo, el pelo rizo estremeciéndose mientras cierra el paraguas y me reconoce con su gesto cansado de las noches difíciles. Tener su olor a manzanilla tan próximo a mí, en su silla, me salva del sueño que recién he tenido hace unas horas; ese mismo olor que por nuestros azares divergentes ya cada vez menos puedo aspirar como primer regalo del día, al despertar. Yo, desconectado de todo, salvo de ella, trato de hablarle, pero su nariz se enreda insistentemente en el aroma del té por unos momentos en lugar de escucharme con atención. La noto rara distante. Su sonrisa también insiste en desviarse; sus ojos azules acuden a cualquier lugar, excepto a mis ojos. Yo examino esos ojos grandes, intentando descifrar su silencio. Su cara palidece y la sorpresa que me causa su palidez repentina hace dilatar mis pupilas incontrolablemente. De repente, el té verde se queda sin sabor; veo que hay entre nosotros una pregunta interpuesta que trata de articular, pero que se queda flotando por ahí, con el aroma del té. Mientras pongo la taza cuadrada en la mesa de cedro, sobre las gotas de té que esquivaron mi boca, temo a lo que pueda preguntarme y me fijo en cómo las gotas que bajan por el vidrio aceleran su marcha para convertirse en riachuelos que mueren en el piso.
Vuelvo a mirarla con atención cuando empieza a sacudir extrañamente su cabeza con tirones regulares. Le pregunto con alarma qué le pasa, si necesita un doctor. Luego de una pausa que parece prolongarse con cada uno de sus forzosos sorbos de aire, me dice que no me preocupe, que no sabe cómo funcionan los tirones, pero que le sirven para recuperar la vista que había perdido en su ojo derecho. Eso y su absurdo movimiento multiplican los misterios. Ahora, sus pestañas se mueven letárgicamente y su ceño levemente fruncido aguarda un momento para poder descansar. Se queda suspensa, casi dormida, por unos instantes, con un palillo de madera en su boca, como le sucedía a veces luego de una de sus noches de insomnio. Me admiro de su ausencia de ojeras y de cómo con sus ojos dormidos sigue masticando distraídamente la madera entre sus dientes. La vehemencia con que me dice al salir de su sueño momentáneo que quería quedarse allí, en la casa de té, y no regresar al olor que la perseguía en sus visiones, contradice el grito de sus ojos somnolientos que buscan dónde pernoctar. Sé que esta vez la causa de su insomnio no es los libros de su carrera de psicología. Me dice que no duerme porque cada vez que despierta huele a cadáver en el cuarto y a veces ve hormigas que inundan el balcón. Su boca logra coordinarse para decirme que por las hormigas, sus amaneceres estaban sometidos a su corazón agitado y que el olor insistente molestaba su nariz sensitiva.
Aparto mi vista de nuevo para mirar con dificultad por la ventana a las hojas mojadas de los tréboles. Tomo un sorbo de té verde, aún hirviendo. Sus brazos rígidos se estremecen, temblando. Sin continuidad alguna, me pregunta si la amo lo suficiente como para morir junto a ella. Desconcertado, me quemo la garganta. La miro fijamente a los ojos para entender bien la pregunta pero no puedo. Me domina la inseguridad. Veo en sus párpados la necesidad de que le diga que la amo. Quiero acabar el té y huir para no tener que confrontarla a ella, quien ha sido la flecha en mi arco. Mi garganta arde. Me desespero. Poco a poco, la espuma del té desaparece de mis labios secos. Todo ha cambiado.
Se me olvida el ardor en la garganta cuando un agujero negro se abre en una esquina de mi campo de visión, en el ojo izquierdo, y poco a poco absorbe toda la luz hasta dejarme ciego por unos instantes. Muevo mi cabeza inútilmente buscándola y al moverme con desespero, todo vuelve a la normalidad por un corto tiempo. Pero la ilusión de que todo está bien desaparece cuando mis venas empiezan a sobresalir y mis brazos se entiesan temblando. Los ojos se me cierran; los abro rápidamente, no por la incomodidad de quedarme dormido, sino por el pánico que me causa verlo todo negro. En ese momento sé lo que sucede.
Desconfiado, aturdido, juraría que su mano derecha pasa sobre mi taza de cerámica y que una minúscula cápsula negra hace que la espuma del té se aparte hacia los bordes. El gato negro de ojos azules encerrado en un cuadro junto a la única puerta me mira, indiferente. Siento que llego al final del infinito. Un hormigueo en los pies me devora desde lo hondo del hueso. Nunca he sido envenenado, pero estoy seguro de que esto es lo que se siente. Las venas de los ojos baten, palpitan, martillean. Insoportable. Cada latido chupa la poca vida que me queda. La última vez que la veo, su sonrisa siniestra borra mis memorias. Es lo último que veo.
La madrugada del 4 de junio, la policía acudió a un apartamento con piso de mármol lleno de mariposas muertas. No sabían qué eperar luego de recibir una llamada anónima motivada por el hedor de un cadáver. Ahí encontraron a Ernesto tirado en el piso, cerca de un diván azul turco. En su mano, la navaja de afeitar con que él mismo había traspasado sus ojos permanecía recién afilada, con su filo ligeramente torcido. En el balcón yacía el cuerpo inerte que buscaban las autoridades, lleno de hormigas en su cabeza, comiendo lo que quedaba de su sonrisa.